ueve años después de haber suspendido casi todas sus exploraciones espaciales, Estados Unidos las reanuda ahora con el SpaceX en forma de explotación comercial.

Durante más de 50 años, el espacio fue una exclusiva de la NASA (National Aeronautics and Space Administration), cuyos lanzamientos desde Cabo Cañaveral, en Florida, constituyeron un espectáculo nacional, especialmente desde que en 1969 el Apolo 1 envió a Neil Armstrong a la Luna, siendo así él el primer astronauta que paseó por ella.

Pero en 2011 la NASA decidió suspender todos estos programas y las pequeñas misiones espaciales que todavía se han realizado han tenido que utilizar vehículos rusos para llevar a los norteamericanos a la Estación Espacial Internacional.

No solamente se trata de un viaje caro, pues Moscú carga 86 millones de dólares por pasaje, sino que las reticencias entre ambos países no desaparecieron al acabar la Guerra Fría.

La solución al problema era recurrir a la vía americana habitual, es decir, poner la misión en manos de empresarios privados, lo que llevó a la colaboración del estado con la empresa Boeing para desarrollar el vehículo Starliner. No ofrecía ahorros, pues el pasaje era incluso más caro (90 millones por plaza), pero al menos retenía el control de los viajes en manos del país y favorecía la industria norteamericana.

La primera misión del Starliner fracasó en diciembre, pocos segundos después del lanzamiento, y las posibilidades de rehacerse no pareen muy grandes a la vista de su nueva competencia: el empresario Elom Musk, el mismo que ha conseguido comercializar el coche Tesla que tan solo consume 1 litro de gasolina por cada 60 kms., tiene ahora el vehículo espacial SpaceX por el que “tan solo” cobra 56 millones de dólares por plaza.

Lo interesante del SpaceX no es tan solo la capacidad de reducir el precio en un 40%, sino que su cliente principal no habría de ser la NASA, sino particulares lo suficientemente ricos como para pagar por las excursiones espaciales, que Musk ve como las nuevas fronteras del turismo.

Este proyecto no habría sido posible sin los miles de millones gastados por la NASA durante medio siglo, y que ahora repercuten en beneficio de empresarios e inversores. Algo semejante ha ocurrido con otros proyectos públicos, como fue la lucha contra el Sida a cargo del Instituto Nacional de la Salud (NIH, National Institute of Health), cuyos descubrimientos para luchar contra la enfermedad beneficiaron a laboratorios que comercializan ahora fármacos contra el Sida.

Igualmente, el Pentágono es una fuente de innovaciones a través de la organización Darpa (Defence Advanced Projects Agency) a la que se atribuye, nada menos, que haber puestos las semillas para el Internet, aunque la paternidad de este gran sistema moderno de comunicaciones la reclaman varios, entre ellos el ex vicepresidente Al Gore quien en su fallida campaña presidencial contra George W. Bush en el año 2000, llegó a asegurar que fue un invento suyo. Aunque la Darpa tiene como objetivo ayudar a la defensa nacional, no tiene reparo alguno en que sus descubrimientos y avances, (a pesar de su elevado precio, pues los debe a investigadores bien pagados) reviertan en beneficio de las empresas privadas.

Igual que la NASA, el NIH o cualquier otro organismo gubernamental, consideran útil que sus descubrimientos beneficien al resto del país.

Y en cuanto al contribuyente, que financia con sus impuestos estas organizaciones públicas, tampoco ve nada malo en eso: a pesar de las corrientes políticas del momento con un tono más socialista de lo habitual en el país, la mayoría de los norteamericanos entona el credo económico nacional: la actividad privada la ven como la mejor para generar el bienestar del que disfruta el país, quizá porque se beneficia más de la eficiencia de los propietarios que tratan de administrar bien su empresa, que de la generosidad pública. Es una generosidad que les parece consecuencia de que los funcionarios simplemente gastan un dinero que no es suyo.

Es lo que aquí llaman The American Way, es decir, la vía norteamericana.