n la colección de aspirantes septuagenarios a la presidencia norteamericana, figura el casi seguro candidato del partido demócrata, Joe Biden, convertido en el portador automático del estandarte que ha de librar al país de una repetición de la presidencia de Donald Trump.

Para Biden, es la culminación de una larga carrera política, que empezó hace casi medio siglo, cuando en 1972 fue elegido senador del estado de Delaware, además de ocho años como vicepresidente durante la etapa de Barack Obama.

Biden tuvo repetidamente aspiraciones presidenciales, la primera vez en la campaña de 1987, en que fue derrotado por el gobernador de Massachussets Michael Dukakis, y hace cuatro años, la vez en que estuvo más cerca de lograr su meta. Pero compitió con Hillary Clinton y los líderes del partido consideraron que el turno correspondía a la esposa del expresidente Bill Clinton, de tan escaso talento político que ayudó a llevar a Donald Trump a la presidencia.

A pesar de la inesperada derrota de Clinton hace cuatro años, el Partido Demócrata parece seguir ahora la misma línea a la hora de favorecer a sus candidatos y respeta el turno de un hombre que lleva tantas décadas esperando.

Pero el tiempo no pasa en balde y a Biden, un candidato muy viable en 2016, se le notan ahora los años. Su atracción inicial es que parecía un aspirante moderado, con capacidad aglutinadora y sin perfiles angulosos capaces de repeler a diversos sectores del partido. Pero sus intervenciones en los debates y sus declaraciones desde que se halla confinado a su residencia para protegerse del coronavirus, han decepcionado a quienes los veían como la salvación del partido.

Biden parece distraído, se desvía al argumentar y su imagen moderada y centrista se ve muy mermada desde que se ha acercado a las posiciones de sus rivales de la izquierda, hasta el punto de que defiende déficits astronómicos y programas sociales y ecológicos que el país, después del desastre económico de la pandemia, difícilmente se puede permitir.

Hasta esta crisis sanitaria, Trump podía prometérselas muy felices con semejante rival, al que puede derrotar rápidamente en cualquier debate.

La realidad podría ser muy diferente: el principal argumento de Trump ha sido la enorme bonanza económica de estos cuatro últimos años en que el país goza de pleno empleo, subidas generales de salarios y fondos de pensiones rebosantes gracias a las subidas de las bolsas.

Es algo que ha atraído incluso a quienes les repugna su personalidad y sus modales y ha convertido en sus partidarios a muchos que no votaron por él.

Pero en la campaña que está a punto de comenzar, Trump puede encontrarse con que el microscópico virus COVID-19 demuestra eso de que "no hay enemigo pequeño". Hay ahora empresas en vías de desaparición a causa de la pandemia y cerca de 10 millones de parados.

Si la economía no se recompone, cosa muy posible ante la dilatada y lenta extensión de la pandemia, acudirán a las urnas millones de parados, empresarios arruinados, ecologistas que disfrutan del aire sin tráfico y progresistas que ven en la crisis la confirmación de que no se puede seguir con los principios de una economía de mercado.

De ser así, el país cambiará un presidente petulante por otro que parece desorientado, lo que no augura muchas cosas buenas ni para la recuperación económica de EEUU, ni para la del resto del mundo, a falta del motor que tantas veces lo ha remolcado en situaciones críticas.