Tras la salida de Evo Morales de Bolivia y su acogida en México, la relación entre estos dos países parece haber ido calentándose esta última semana.

Varios altos responsables del último gobierno de Morales han solicitado protección en la embajada de México en La Paz y el gobierno de Andrés Manuel López Obrador -AMLO para los medios escritos mexicanos- parece dispuesto a dársela. Entre estos solicitantes de refugio se encuentran varios exministros, como los de Gobierno, Defensa, Justicia o Culturas. Las nuevas autoridades del país les acusan de "sedición y terrorismo por presuntamente instigar y financiar protestas".

La fiscalía boliviana ha presentado ya una orden contra, al menos, uno de ellos. Y la Policía en consecuencia ha cercado la embajada mexicana como muestra de presión. El Gobierno mexicano ha protestado recordando que, de acuerdo al derecho internacional que rige las relaciones diplomáticas, "los locales de la misión son inviolables y los agentes del Estado receptor no podrán penetrar sin consentimiento", y que "el Estado receptor tiene la obligación de proteger los locales de la misión contra toda intrusión o daño y evitar que se turbe la tranquilidad de la misión o se atente contra su dignidad".

El jueves, el Ministro de Exteriores de México declaró la intención de su país de presentar el caso ante la Corte Internacional de Justicia de la Haya y de inmediato Bolivia le aceptó el desafío como quien dice "en tribunales nos vemos".

Lo cierto es que la decisión de México de acoger a estos expolíticos puede ser más o menos acertada desde el punto de vista político, pero jurídicamente es posible, por mucho que moleste al país anfitrión. Se puede, además, alegar que se trata de una decisión acorde con una tradición -de larga data en el país- de acogida de los refugiados políticos (por ejemplo tras la guerra civil española).

Es igualmente cierto, por el otro lado, que la medida de la policía boliviana es inamistosa y desafiante. Pero, a mi juicio, no hace más que mostrar -con medidas que hasta la fecha no vulneran el derecho internacional- el profundo desagrado del país anfitrión, sin llegar a afectar suficientemente de momento, si la cosa no se alarga y ni pasa a mayores, la inmunidad diplomática. No me parece que la Corte pueda decir mucho más en este caso, si las cosas no van a más.

Hay en esta historia una lección y una buena práctica. Los estados, en lugar de resolver el asunto a las bravas, se remiten al derecho y a los tribunales competentes. Eso es algo bueno. Ojalá nada suceda que saque el proceso de la vía del arreglo pacífico de controversias. Lo más prudente sería que las partes enfriaran el tono y buscaran soluciones políticas.

El ministro mexicano de Exteriores terminó su intervención un tanto altisonante: "Ni aún en los peores momentos de los golpes militares de los años 70 y 80 se puso en riesgo la integridad de las embajadas".

Quizá Rigoberta Menchú le pudiera recordar la toma de la Embajada de España en Guatemala en 1980, que terminó matando y quemando a su padre y otras 36 personas. Lo mejor, por parte de todos, será moderar el tono y resolver por vías pacíficas un conflicto que, viendo los desafíos que ambos afrontan, debería ser considerado algo, si no menor, al menos sí resoluble.