Igor Matxain, Ibon Labayen e Irati Apraiz son tres de los 20 jóvenes baserritarras que este año se han beneficiado del programa de ayudas de la Diputación para la puesta en marcha de nuevas explotaciones. Trabajan de sol a sol en el campo, cultivando tierras y cuidando ganado. Pero no envidian a quienes emplean su jornada laboral delante del ordenador o en la fábrica. Reconocen que la vida en el campo es, en muchas ocasiones, muy sacrificada, pero no cambian su elección vital.

Llegar a Arrillaga Txiki no es tarea sencilla. Tras atravesar Aginaga y sortear una veintena de curvas monte arriba, una gran verja verde da la bienvenida a una imponente fachada de piedra. Y digo fachada, porque es todo que queda del antiguo caserío, una mole de piedra de tres pisos de 400 metros cuadrados cada uno, completamente destruido por un incendio hace dos décadas. “Tengo trabajo para años”, reconoce su dueño, Igor Matxain, quien pese a no haber metido mano al edificio, sí ha iniciado las labores para adecuar los 16.000 metros cuadrados de terreno de los que dispone. Su objetivo es dar un impulso a la agricultura ecológica, un proyecto que comparte con la anterior dueña de las tierras. “Pilar trabajó durante más de 30 años por cuidar esta tierra, por impulsar este tipo de agricultura ecológica. Hace tres años llegué a un acuerdo con ella por los terrenos, pero este proyecto es una especie de continuidad a su legado”, explica Matxain, agradecido a la anterior propietaria, a quien guarda en alta estima. La plantación principal se compone de manzanos (alrededor de 80) de variedad autóctona, aunque tiene en mente cultivar peras, ciruelas, cítricos y algunas frutas tan poco usuales por estas latitudes como caquis o aguacates, así como tres invernaderos con verduras. “No me gusta jugar a una única carta. La variedad es positiva para la biodiversidad y, además, si un año falla una de las cosechas, puedes echar mano de la otra”, reconoce.

Aunque su vida en el caserío se inició hace tres años, siempre ha tenido claro que su futuro estaría ligado a la tierra. “Mis padres tenían una tienda de productos de jardinería y floristería y desde pequeño he trabajado con la tierra. Estudié Técnico de Jardinería en Fraisoro”, cuenta. Aunque el paso definitivo tuvo lugar hace ocho años, cuando abrió, junto con su familia, la frutería Txalaka de Usurbil. “Teníamos claro que después de la tienda iba a venir el caserío para abastecer una parte”, asevera. “Me encanta esta vida. Desde joven he tenido claro que mi jubilación la voy a pasar aquí. Tengo 38 años y puedo decir que la felicidad la he encontrado aquí. Es un trabajo duro, pero la calidad de vida es muy grande”, afirma.

Tan clara como su predilección por la vida en el campo tiene su pasión por la agricultura ecológica. “Mucha gente no sabe lo que come, pero afortunadamente, cada vez más gente tiene una mayor conciencia de la importancia de consumir productos ecológicos, y una vez que se adquiere esa conciencia, ya no se pierde”, asegura.

Matxain, que emplea las mañanas en la tienda y las tardes en el caserío, no duda en compartir esta filosofía de vida con sus clientes. “Pienso que es muy difícil que una tierra enferma pueda crear personas felices. Si una lechuga crece en un terreno contaminado, ¿qué beneficios te va a aportar?”, reflexiona.

El valor añadido de la excelencia

Esta misma filosofía comparte el oiartzuarra Ibon Labayen, que hace tres años compró terrenos cultivables en Usurbil. A día de hoy dispone de cuatro hectáreas (una de ellas en Araba para el cultivo de olivos), que dedica fundamentalmente a la cosecha de guindillas, pero también de otros productos como berzas, calabazas o alubias... Todo ello con la calidad como bandera.

Vinculado desde pequeño a este mundo (su padre es uno de los dos socios de la firma Agiña Piperrak), reconoce que comenzó a cosechar pimientos con once años, “castigado, porque no quería estudiar”. “Recogí piparras todos los veranos de mi infancia. Luego entré en la fábrica a trabajar, estudie topografía, pero cuando vi las condiciones laborales que había, volví a la agricultura”, relata.

Ahora ha comenzado a especializarse en el cultivo ecológico de las guindillas, que luego vende, mayoritariamente, a Agiña Piperrak. “Hemos sido los primeros en sacar al mercado piparra ecológica bajo el sello de Eusko Label”, explica. También comercializa gildas, con guindillas y aceitunas ecológicas.

“Ahora se me haría muy difícil trabajar para un jefe o meterme en una oficina ocho horas. Mi jefe es la tierra. Cuando te acostumbras estás a gusto. No cambiaría este trabajo”, afirma sin dejar de reconocer la dureza del día a día. “La producción varía de año a año. No es lo mismo trabajar sobre una tierra cansada que sobre una nueva, dependemos de los factores climáticos y de otras muchas cosas, pero esta es mi apuesta”, se reafirma.

El mimo con el que trabaja la tierra se completa con diversa formación que va adquiriendo con cursos aquí y allí, y aunque da importancia a este aspecto, matiza que “es el día a día el que te pone en tu sitio y te enseña a cómo enfrentarte a los problemas que van surgiendo”.

La apuesta por la excelencia en el cultivo no es fácil. La agricultura ecológica comienza ahora a coger fuerza en el mercado, pero todavía hay quien no le da el valor que tiene. “Trabajamos para dar un valor añadido a los productos que cosechamos, pero no es un sector fácil porque la gente no se da cuenta de todo el trabajo que hay detrás, aunque poco a poco va ganando peso en el mercado. En Madrid, por ejemplo, estamos teniendo muy buena acogida con las alubias. Tienen las de León, que son mucho más baratas, pero no les importa gastar más por las de aquí, porque saben que es un producto bueno”, explica. Sin embargo, él lo tiene claro, y continuará con esta línea “investigando qué es lo que demanda el mercado y metiendo poco a poco nuevos productos”.

La importancia de la conciliación

Para la bergararra Irati Apraiz, cuidar de ganado vacuno ha sido parte de su vida desde que tiene uso de razón. Tanto su abuela como su madre tienen explotaciones ganaderas, un oficio que ahora ella misma ha iniciado por su cuenta en una explotación que comparte con su pareja, en la que tienen alrededor de 60 cabezas de ganado vacuno, entre vacas y terneros. “Es un trabajo muy sacrificado, que requiere estar todos los días ahí. En un taller puedes trabajar ocho horas, coger vacaciones... Nosotros ya no recordamos lo que es eso”, indica entre risas. Sin embargo, no lamenta su elección. “Cada uno hace la elección de vida que quiere en función de sus principios. Yo quería poder educar a mis hijas, no tener que depender de familiares o amigos para que fueran a buscarles al colegio o estuvieran con ellas mientras yo estaba trabajando. Estar en el caserío me permite organizarme como mejor me viene para que las niñas puedan estar conmigo o con su padre. Claro que hay momentos que te gustaría oxigenarte de todo, pero a mí este tipo de vida me hace feliz, con todo lo que conlleva”, señala.

Recuerda los tiempos de su niñez y reconoce que el trabajo en el caserío “ha cambiado mucho”. Y no solo porque hoy en día existen muchas más facilidades. Y es que el progreso ha traído también una mayor carga de trabajo a los baserritarras. “Antes no había tanto control sobre el ganado”, reconoce la joven Apraiz, que emplea una ingente cantidad de horas al mes en tener en orden todo el papeleo que le exige la Administración. “Da mucho más trabajo el papeleo que el ganado. De verdad. Siempre tienes alguno que rellenar. Tienes que pasar muchísimos controles, muchísimas inspecciones, hay que registrar cada nacimiento, cada vacuna... Y todo eso lleva tiempo”, indica. “Desde luego, aquí eso de trabajar ocho horas y luego olvidarte no existe -añade-. Siempre hay algo que hacer. Hay días que te pueden dar las dos de la mañana”.

Todo ello exige que los ganaderos como Apraiz estén inmersos en una formación continúa que les permita sacar adelante sus negocios. “Para estar al día necesitas hacer al menos un curso cada año”, asegura esta mujer que ha aprovechado el parón de su segunda maternidad para reciclarse a través de un curso de sanidad animal por Internet.

“Que es una vida muy exigente ya lo sabíamos antes de meternos aquí, pero es lo que hemos elegido y no nos pesa”, afirma con convencimiento.