Esta homilía nada tiene que ver con los temas que habitualmente comentamos. En un grupo de estudio, alguien propuso escribir sobre la palabra noray, de ignorado significado para la mayoría. A mí me trasladó muchos años atrás y comenzaron a brotar recuerdos que me tomo la licencia de compartir con mis lectores.

Según la primera acepción del Diccionario de la RAE, es el bolardo, poste o cualquier otra cosa que se utiliza para afirmar las amarras de los barcos. Afinando un poco más, el noray afirmará la estacha, ese cabo grueso que, por el otro extremo, está firme a la bita de proa y/o popa, diferente en su grosor a la codera, que servirá para amarrarse a otro buque por la banda contraria a la que estamos atracados a tierra o a una boya.

En muchas ocasiones, la estacha finaliza en una gaza, una especie de lazo, a veces reforzado, unido con costura o ligazón a la propia estacha, que permite sin gran esfuerzo introducirla, encapillarla en el noray, facilitando las maniobras de atraque y desatraque del buque.

En el puerto donostiarra, el muelle, muchos de los norays existentes son antiguos cañones de hierro fundido, con el ánima rellenada de arena para darle mayor consistencia. Quizás fuera más épico decir que fueron, “arrebatados al enemigo”, como los leones que custodian las escaleras del Parlamento, pero en realidad proceden de los pecios que descansan en la bahía o sus alrededores.

Hubo una época de nula vigilancia marítima en la que un submarinista profesional ya fallecido, con el que mantenía cierta amistad a pesar de la diferencia de edad, excelente depredador marino, auténtico pirata con pata de palo –literal– y de nombre Antonio, para más señas, tenía localizados todos los pecios –y los percebes– de la costa donostiarra y su entorno. Solía izar durante el invierno algunos cañones de bronce para trocearlos en la isla y, una vez loncheados, venderlos para su posterior fundición. Naturalmente, estaba y está absolutamente prohibido. Para el izado de las piezas y para sus correrías submarinas, disponía de un compresor en su propia embarcación y los correspondientes bidones que usaba de flotadores. Toda una demostración de ingenio y de valor, porque habitualmente trabajaba solo.

Pero volvamos al noray. Tenemos en el puerto de Pasaia algunos de menor tamaño, achatados, de hierro fundido y pulido, fabricados por Mendía y Murua, y sirven de amarre en la actualidad a los pantalanes con los que se han urbanizado ambas dársenas, al convertirlo en puerto deportivo por la Administración competente. También pueden servir de cómodo asiento a la chavalería que todavía pretende pescar alguna kabutzia o un panchito.

Unos y otros tuvieron su función cuando nuestro puerto se dedicaba, hace algunas décadas, al tráfico mercante con fletes de cemento y madera en una dársena y, separados por el dique central kaimingantxo, a la pesca de bajura, en la otra.

Los existentes en Puntas tenían como función, afirmando una estacha lanzada desde proa, facilitar el viraje en la maniobra de entrada o salida, siempre en pleamar, al Rezola-1, buque de 63,3 metros de eslora, de casco de acero negro, el mayor de los que atracó en Donostia que, con periodicidad mensual y bajo la dirección del práctico D. Jaime Covas, un mallorquín que ejercía en Donostia y Pasaia y con el apoyo de algunos operarios desde tierra, amarraba por babor en la dársena. Todo ello con gran afluencia de público curioso, entre los que me encontraba, acompañado de mi aitona Vixente, camino del Aquarium, que visitábamos con frecuencia.

Otros buques de menor porte que también hacían cabotaje eran el José María Artaza, de la naviera Artaza y Compañía, que transportaba carbón, el Rezola-2, también de casco de acero pero pintado de blanco y 50 metros de eslora, con un puente de madera bajo el que se ubicaba una amplia toldilla que avivaba mi imaginación juvenil, y los que traían troncos de pino o eucaliptus para la Papelera de Zikuñaga, cuyos nombres no recuerdo y que, naturalmente, repetían la espectacular maniobra, tanto al arribar como al zarpar nuevamente a la mar.

Además, en la banda más cercana a la muralla occidental, en la dársena donde amarraban aquellos gigantes existía una grúa, primero de madera gris que funcionaba a vapor ubicada sobre unos raíles sobre los que se desplazaba, y más tarde una moderna autopropulsada de color amarillo para facilitar las labores de descarga, carga y estiba.

En bajamar, el barco se escoraba ligeramente al tocar fondo, algo que en el siglo XIX no debía ocurrir porque accionaban las compuertas machones en marea alta, que mantenían el nivel de agua constante en la dársena comercial.

Los norays del puerto se usaban también, y se usan, para encapillar los dos cabos de una malleta, un cabo alambrado que lo hace resistente al roce por el fondo del mar, que se utiliza para arrastrar el cedazo en la pesca de altura y que, cuando se desgasta para cumplir esa función, sirve como soporte de los amarres de las embarcaciones menores en las dársenas. A una malleta entre dos puntos de la dársena se aseguraban una docena de embarcaciones, cada una con sus correspondientes amarras.

La visión, sin perder detalle, de aquellas maniobras, la lectura de las Inquietudes de Shanti Andía, de Pío Baroja, autor vedado por nuestros profesores en Mundaiz, y las conversaciones con mi vecino, el capitán Paco Vidaurreta –que la tierra le sea leve–, que navegaba por Terranova al bacalao, hicieron bullir en mi cabeza la posibilidad de estudiar Náutica. Fue un amor juvenil y pasajero. Quizás, si Neptuno hubiera insistido un poco más, habría acabado en la Escuela Náutica de Santurtzi o en la de Marín cantando Soplen serenas las brisas, de José María Pemán.

Mucho me temo que los históricos norays, casi inservibles en la actualidad, serán eliminados cualquier día por algún preboste ignorante.

Hoy domingo

Cardos a la navarra. Cordero asado a baja temperatura de Maialen. Naranjas y fresas. Tinto Viña Real Oro 2005. Café.